sábado, 26 de abril de 2014

Cuando un amigo se va



Lo hace en silencio, sin alharacas, casi de puntillas. Se va sin intención de incordiar o fastidiar, procurando mantener viva su imagen. Le gustaría quedarse, pero sabe que es imposible. Hay cosas que escapan al propio control. Se aferra desesperadamente a su entorno; cualquier marcha, retirada, huida, conlleva siempre algo de sufrimiento. Antes de partir los recuerdos se acumulan atropelladamente en su mente intentando descartar los dolientes, quedándose con los agradables. Sabe que se va dejando un reguero de evocaciones difíciles de digerir y aún así prefiere retirarse. Sus muchos momentos de angustia y padecimiento van a tocar a su fin. Sabe que al hacerlo generará desconsuelo, congoja, y aflicción; sin embargo los suyos son más desmesurados. Y nosotros, siendo sus amigos no sabemos por qué. O no lo comprendemos o no lo queremos comprender. Es duro irse para no volver, pero más duro es quedarse sin una razón para hacerlo. Y la cuestión es que hay muchas, muchísimas razones para replantearse el abandono. Sin embargo hay decisiones que por incomprensibles que puedan llegar a parecer resultan definitivas para quien las toma. Y a nosotros sólo nos quedará sobrellevarlo consolándonos con su imagen siempre presente, con su risa siempre permanente y con su forma de ser indeleble.

Cuando un amigo se va, algo se muere en el alma… y no hay tirita suficientemente grande para tapar la herida tan profunda y persistente que el alma se empeña en dejar abierta. Pero el tiempo es un aliado incondicional que mitiga y acaba atenuando el sufrimiento y aunque jamás olvidaremos los lugares compartidos, las confidencias hechas, las caricias recibidas y la felicidad proporcionada, por lo menos nos ayudará a mantener viva su imagen y con una pequeña sonrisa recordar cada uno de los hermosos momentos que pasamos juntos. Sí, el tiempo nos ayudará y afortunadamente se convertirá en nuestro sanador del aliento vital de nuestra alma.

Dani: En su memoria. Alejandra: Para su consuelo

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