Lo hace en
silencio, sin alharacas, casi de puntillas. Se va sin intención de incordiar o
fastidiar, procurando mantener viva su imagen. Le gustaría quedarse, pero sabe que
es imposible. Hay cosas que escapan al propio control. Se aferra
desesperadamente a su entorno; cualquier marcha, retirada, huida, conlleva
siempre algo de sufrimiento. Antes de partir los recuerdos se acumulan
atropelladamente en su mente intentando descartar los dolientes, quedándose con
los agradables. Sabe que se va dejando un reguero de evocaciones difíciles de
digerir y aún así prefiere retirarse. Sus muchos momentos de angustia y
padecimiento van a tocar a su fin. Sabe que al hacerlo generará desconsuelo, congoja,
y aflicción; sin embargo los suyos son más desmesurados. Y nosotros, siendo sus
amigos no sabemos por qué. O no lo comprendemos o no lo queremos comprender. Es
duro irse para no volver, pero más duro es quedarse sin una razón para hacerlo.
Y la cuestión es que hay muchas, muchísimas razones para replantearse el
abandono. Sin embargo hay decisiones que por incomprensibles que puedan llegar
a parecer resultan definitivas para quien las toma. Y a nosotros sólo nos quedará
sobrellevarlo consolándonos con su imagen siempre presente, con su risa siempre
permanente y con su forma de ser indeleble.
Cuando un
amigo se va, algo se muere en el alma… y no hay tirita suficientemente grande
para tapar la herida tan profunda y persistente que el alma se empeña en dejar
abierta. Pero el tiempo es un aliado incondicional que mitiga y acaba atenuando
el sufrimiento y aunque jamás olvidaremos los lugares compartidos, las
confidencias hechas, las caricias recibidas y la felicidad proporcionada, por
lo menos nos ayudará a mantener viva su imagen y con una pequeña sonrisa
recordar cada uno de los hermosos momentos que pasamos juntos. Sí, el tiempo
nos ayudará y afortunadamente se convertirá en nuestro sanador del aliento
vital de nuestra alma.
Dani: En su
memoria. Alejandra: Para su consuelo
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