¿Qué haces cuando recibes un regalo que no te
gusta?
a) Con una sonrisa un tanto idiotizada agradeces
enormemente el detalle.
b) Tiras el regalo y a su portador/ra por el
hueco del ascensor
c) Se lo endosas a tus suegros
d) Lo devuelves a la primera oportunidad de
cambio
e) Sacas al perro o al gato para que dé cuenta
del regalo y de paso al/la que lo ha traído
f) Te lo quedas y al día siguiente lo subastas en
ebay
g) Unilateralmente rompes relaciones diplomáticas
con el/la interfecto/a que ha tenido la poca delicadeza de no saber tus gustos.
Situaciones cotidianas; vamos, de todos los
días y aún así, como humanos que somos –algunos más, otros menos- seguimos
esperando el regalo perfecto, aquel que no nos haga decir eso de “Sí, si me
gusta mucho y está muy bien, pero….” ¿Pero??, ¿Cómo que pero? ¿Tú sabes la de
tiempo que me he tirado buscándolo? ¿La de tiendas que he recorrido? ¿La de
atascos que me he chupado?... Y llega esa alegre trifulca. Y lo que pretendía
ser un momento feliz, se convierte en un regalo volador. “Y te has quedado sin
postre, que lo sepas”.
Sin embargo siempre nos gusta justificarnos
alegando que lo importante es el detalle. ¿De verdad? ¡Caramba con el detalle! Bonito eufemismo.
Seamos sinceros, el detalle es importante, por supuesto; pero imaginemos por un
momento que el famoso detalle consiste en un jarrón de color verde periquito o
en unas pantuflas con ruedas o por qué no, en un bolso marca “Loebe”. Creo que
en estos casos el mejor detalle hubiese sido no regalarlo.
Los regalos nos identifican, hablan y dicen
mucho de nuestra forma de ser. No solo se disfruta recibiendo un regalo sino
también haciéndolo. ¿Y si pensamos
egoístamente y el detalle lo tenemos con nosotros mismos?, es decir, el
autoregalo. Es una buena forma de introspección, de saber en qué consideración
nos tenemos y cómo podemos valorar de paso el regalo que podemos hacer a los
demás.
Parado/a en el escaparate de cualquier tienda,
La Chinata de la calle Ibiza, por ejemplo, (¡Caramba!, qué casualidad. Me ha
salido así, espontáneamente) valoras los productos allí expuestos. Mirada
escrutadora, mano en el mentón. “Vaya, vaya, una oleoteca, curioso” “A ver,
anda, si tienen patés; ese de boletus tiene que estar de muerte, uff y el de
morcilla y piñones no te digo; y esos aceites condimentados, el de guindilla me
lo llevo seguro; qué cantidad de vinagres y salsas y mermeladas; si está para
llevarse la tienda entera”. “Pero bueno, si tienen hasta cosmética” “Esta
tienda es una maravilla” (Entenderéis que esto no lo estoy diciendo yo, si no
la persona que está contemplando el escaparate). Y llega el momento de cruzar
el umbral de la puerta. Entras en otra dimensión, un mundo diferente. Variedad,
calidad, originalidad. Te detienes en cada estantería. Cada producto es un “regalo”
para la vista, para ti y para los demás. “Además tienen para degustar los
aceites” “Umm, qué rico está el cupaje”. “Bueno, de momento para Mí (el
autoregalo”) me voy a llevar esto, esto y lo otro, y para regalar, porque
¿preparáis para regalo?” “Por supuesto, mira, ¿te gusta así?” “Qué monada”. “De
acuerdo, entonces para regalar esto, esto y esto otro”.
Sales de la tienda,
satisfecho/a, complacido/a con la ilusión de que vas a probar cosas novedosas y
originales y que tu regalo (el famoso detalle), no va a salir volando por
ninguna ventana.